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Lo que le falta a la literatura ecuatoriana para destacarse en Latinoamérica
Hablar de la literatura ecuatoriana es hablar de una riqueza profunda, diversa y muchas veces ignorada. Durante décadas, nuestros escritores y escritoras han producido obras de gran valor estético, ético y social, pero sin alcanzar la proyección internacional que han logrado otras literaturas latinoamericanas como la argentina, la mexicana o la colombiana. Esta realidad invita a una reflexión seria: ¿qué es lo que le falta a nuestra literatura para sobresalir y ocupar el lugar que merece dentro del concierto de las letras de la región?
No se trata, en absoluto, de una carencia de talento. Ecuador ha dado al mundo voces potentes como Jorge Icaza, con su novela Huasipungo, pionera en la denuncia del racismo y la explotación indígena; Adalberto Ortiz, que visibilizó la negritud con fuerza y sensibilidad; o más recientemente Mónica Ojeda, cuya obra ha sido reconocida en importantes círculos literarios europeos. El problema, entonces, no radica en la calidad literaria, sino en las condiciones que rodean la producción y difusión de esa literatura.
Uno de los grandes obstáculos ha sido la debilidad estructural de nuestra industria editorial. A diferencia de países con editoriales sólidas, ferias internacionales bien posicionadas y un mercado lector activo, en Ecuador el libro muchas veces circula de forma limitada, casi marginal. Las editoriales independientes, aunque creativas y comprometidas, tienen dificultades para sostenerse en el tiempo y para distribuir sus publicaciones más allá de las grandes ciudades, mucho menos al exterior. Esto impide que obras valiosas lleguen a un público más amplio y limita el impacto de nuestras letras.
La promoción cultural también ha sido irregular y escasa. Las políticas públicas han favorecido más la producción que la circulación de la obra literaria. Se publican libros con apoyo estatal, sí, pero luego esos libros no se consiguen en librerías, no se reseñan, no se discuten. La crítica literaria profesional casi ha desaparecido de los medios de comunicación, lo que contribuye a que la literatura ecuatoriana no tenga el ecosistema necesario para crecer y posicionarse.
Otro elemento clave es la fragmentación cultural interna. El país produce literatura desde distintos territorios —la Sierra, la Costa, la Amazonía, Galápagos— pero con poca articulación entre sí. Esa diversidad, que debería ser una fortaleza, no siempre se traduce en una narrativa nacional consolidada. Mientras otros países han generado movimientos o “escuelas” literarias que proyectan una identidad común al exterior, en Ecuador los esfuerzos han sido individuales, dispersos y a veces invisibilizados por el propio centralismo de Quito y Guayaquil.
Y no menos importante es el tema de la autopercepción. Muchos escritores y escritoras ecuatorianas siguen escribiendo desde una posición periférica, creyendo que sus historias no interesan más allá de nuestras fronteras. Esa inseguridad se convierte en una barrera creativa y emocional. Necesitamos recuperar la confianza en el valor universal de nuestras experiencias locales. Necesitamos creernos capaces no solo de escribir bien, sino de transformar el lenguaje, de proponer nuevas formas, de dialogar en igualdad con el resto del continente.
A pesar de estos retos, se está gestando un cambio. La nueva generación de autores y autoras ha empezado a tomar el espacio que le corresponde con obras que rompen géneros, temas y formatos tradicionales. Escritoras como Gabriela Alemán, Solange Rodríguez Pappe o Daniela Alcívar Bellolio están llevando la literatura ecuatoriana a nuevos públicos y consolidando una voz distinta, honesta y poderosa. A ello se suman editoriales emergentes, redes sociales, festivales alternativos y plataformas digitales que están abriendo nuevas formas de circulación.
Lo que le falta a la literatura ecuatoriana para destacarse sobre el resto de Latinoamérica no es calidad ni pasión, sino una infraestructura cultural sólida, una crítica constante, canales de distribución eficaces y, sobre todo, una comunidad literaria que trabaje junta y se crea capaz de hablarle al mundo. Porque cuando dejamos de escribir desde la periferia simbólica y empezamos a narrar desde el centro de nuestras realidades, con orgullo y convicción, nuestras letras adquieren una fuerza que ya no necesita pedir permiso para existir. Solo así lograremos que nuestra literatura deje de ser un secreto bien guardado y se convierta en una referencia viva en el mapa literario del continente.